Los historiadores romanos describen la zona celtibérica como “áspera, montañosa y por lo general estéril”, condicionada por la dureza del clima, con fuertes heladas y abundantes nevadas, y azotada por el terrible viento norte, denominado “cizicus” (cierzo).
Aunque existe discordancia entre los historiadores de la antigüedad, se puede deducir de sus noticias, referidas a los siglos II y I a.C, que se da el nombre de Celtiberia al territorio situado en el reborde montañoso donde se encajan las cordilleras Ibérica y Central y sus zonas aledañas, donde se establecen las divisorias de las cuencas del Tajo, Ebro y Duero, es decir, la zona oriental de la Meseta Norte y el lado derecho de la cuenca media del Ebro. Su extensión máxima vendría delimitada por los apelativos de extremo con que se citan algunas ciudades: Clunia, Celtiberia finis; Ercavica, caput celtiberiae y Contrebia, caput gentis celtiberorum.
Se diferencia la Celtiberia Citerior, de mayores posibilidades agrícolas y riqueza básica, más abierta a influencias exteriores provenientes fundamentalmente del Mediterráneo ibérico, de la Celtiberia Ulterior, circunscrita al Alto Duero, con predominio ganadero y más marginada de los focos económicos y caminos dominantes.
Una fuente o recurso destacado por los autores clásicos está en relación con la riqueza férrica y argentífera del Moncayo, ya que Posidonio, Marcial y Justino alaban la calidad de los aceros templados en las aguas de los ríos celtibéricos. Sus especiales características llevaron al ejército romano a adoptar la espada peninsular, el “gladius hispaniensis”.